jueves, 16 de febrero de 2012

Alegría y jolgorio en el cabaré.


Linda y Bibí se miraron extrañadas. En ese momento, Rafa, como si se hubiera recuperado de la caída que acababa de sufrir, se lanzó como un animal sobre el bolso de Bibí, en el que había visto una pistola.


-Dame tu bolso. ¡Dame tu bolso! -gritó enloquecido, disputándole a su propietaria aquel zurrón de piel plastificada.


-¡Estate quieta, Rafi -chillaba a su vez Bibí, sin comprender lo que Rafa buscaba-. ¿Qué es lo que quieres, Rafi? Dime, ¿qué es lo que quieres?


-¡Por Dios, dame tu bolso! gritaba Rafa, enzarzado con Bibí y rodando con ella por el suelo.


-¡Deteneros! ¡Ya basta! -chilló Linda, tratando de separarlos-. ¡Pero qué es lo que os pasa! ¿Se puede saber qué mosca os ha picado?


Mientras los dos amigos forcejaeaban en una aparente lucha absurda, afuera, en el patio de El Molino, se cascaban las copas de champán, los chorros de espuma empapaban a los espectadores y zumbaba por el aire todo tipo de objeto que tolerara ser lanzado. Desde el escenario, el presentador pretendía ser oído y luchaba a brazo partido, y a lengua biperina, por el control del micrófono con los jóvenes guerreros de las crestas pintadas. En una de las mesas, un tipo rollizo y tripón daba vueltas como una peonza sobre su propia barriga; y a su lado, tres viejas cotorras hacían añicos sus paraguas sobre las espaldas de los gamberros que la habían tomado con su hermano, el gordo trompón. Más allá, dos viejos borrachos, empapados de champán hasta los ralos y canosos cabellos, jugaban al gato y al ratón con una oronda vikinga que se escurría y reptaba bajo las mesas como una boa tras una suculenta comida. Y en el palco, de pie, Matías, Florencio y Françoise observaba perplejos y alucinados el fruitivo espectáculo.


Juan María de Prada, Trastornados por la luna, Ediciones Libertarias, Madrid 1987

martes, 31 de enero de 2012

De nostalgias habitado

-¿Habéis visto a Beatriz? ¿La habéis visto? Decidme. ¿Sabéis dónde se encuentra?

Roberto no dejaba de repetir la misma pregunta a quienes se encontraba en su camino. Pero la gente le miraba extrañada y lo tomaba por un loco.

-¿Qué Beatriz?

-Beatriz, mi amada, la de rizados y dorados cabellos, ojos de azul turquesa, labios de terciopelo rosa y pecas de canela, la de...

-No, esa mujer por quí no ha pasado. Búscala en otro sitio -se mofaban algunos, y otros lo compadecían.

-Pobre hombre, ha perdido el juicio.

-Está chiflado.

Pero Roberto seguía infatigable su búsqueda. Un día se apostó a la puerta de El Corte Inglés, en el paseo de Juan de Austria, y comenzó a apreguntarle por su amada a todo el que salía y entraba. En seguida se formó un corro a su alrededor. La gente se empujaba y pisoteaba para escuchar lo que decía. Todo el mundo quería saber de qué hablaba o qué anunciaba. Entonces apareció de nuevo el viejo de las barbas y el cabello canosos y gritó airado:

¿Qué es esto, espíritus perezosos? ¿Qué negligencia, qué demora es esta? Dejen libre la calle, que hay más gente que quiere pasasr.

Del mismo modo que las palomas, cuando están reunidas en torno a su alimento, cogiendo el grano y quietas, sin hacer oír sus acostumbrados arrullos, si acontece algo que las asuste, abandonan súbitamente la comida porque las asalta un mayor cuidado, así se desbandó aquella concurrencia, como quien huye sin saber adónde. Entonces el poeta reconoció al viejo guardián del purgatorio y se alegró de enonctrarlo de nuevo. Le explicó que seguía buscando a su amada Beatriz, su inspiración, su musa. Desde hacía meses la buscaba por toda la ciudad sin conseguir encontrarla, y nadie sabía darle respuesta.

-Lo mejor es que vayas a la televisión -le aconsejó el viejo-. Si esa mujer está en alguna parte, en cuanto den el comunicado de búsqueda por la pantalla te llamarán diciédote que la han localizado. Así encontré yo a mújer cuando se escapó con un fontanero. Entonces creía en el amor... -y comenzó a relatarle la triste historia de su vida. Un día fue un trabajador honrado y honesto, pero el fantasma del paro echó sus garras sobre la empresa en que trabajaba y perdió su empleo. Su mujer lo abandonó, sus hijos renegaron de é, usurparon su herencia, robaron cuanto tenía y lo deshauciaron. Durante un tiempo vivió como un mendigo. Sólo algunas almas caritativas aliviaban su miseria con parvas limosnas...

Roberto apenas le escuchaba pensando en su nueva etapa. Acababa de salir del infierno, estaba en el antepurgatorio y ya conocía el camino a seguir, así que no tenía por qué perder más tiempo.


Juan María de Prada, Amor, amor, Ed. Libertarias Prodhufi, Madrid, 1994.

lunes, 30 de enero de 2012

Afán de hétero-heterodoxia


Quería escribir y, por supuesto, quería publicar mis novelas y cuentos, pues sin lector no tiene sentido la escritura. Pero nada más lejos de mi itenciòn que la rancia e ingenua ilusión provinciana de alcanzar el reconocimiento literario aspirando orines de pensión barata, compartiendo piorrea y halitosis con el viajante frustrado, o haciéndome confidente del bujarrón avezado de los bajos fondos o de la cincuenta que había llegado para azafata y terminado de asistenta de inválidos por no perder la dignidad. No pretendía cerrar los ojos al dolor y a la miseria, pero me negaba a la adicción del morboso placer del perdedor. Tampoco iba a calentarle los pantalones al viejo e influyente crítico, poniéndome a la cola de su pupilaje o infiltrándome con halagos en las tertulias de los camastrones de la cultura; aunque no quería perderme ningún acto de la comedia humana, fuera bajo, alto o de medio fondo.

La movida, el movimiento generacional de principios de los ochenta, ha había muerto. Madrid se había convertido en una capital moderna y recuperado su orgullo frente a las descalificaciones de la periferia. La polémica entre racionalismo y posmodernidad, entre verdad única o múltiple, entre futuro y presente, había concluiod en un dialogo de sordos. Yo no había tomado opción por ningún bando, pero sentía un evidente recelo hacia culaquier discurso totalizador y un consiguiente rechazo hacia los modelos tradicionales. Quería escribir contra ellos, contra la nueva vanguardia arrepentida e institucionalizada, contra el chato realismo social, contra el virtuoso realismo mágico, contra el simbolismo y la abstracción, con el intimismo sentimentaloide, el sicologismo obsesivo y el lirismo moroso y cursi. Quería subvertir las normas del bien hacer, buscando en lo ínfimo, en lo canalla, en el "mal gusto", un nuevo aliento; y me emponzoñaba en la vulgaridad, la vulgaridad como subversión y provocación. Pero ningún editor se sintió subvertido ni provocado; al menos no recibía respuesta alguna en este sentido. Algún crítico condescendiente aludía de vez en cuando a la "mala novia" de la facilidad que podía tentar a los jóvenes escritores. Pero la facilidad era, precisamente, dejarse llevar por ese bien hacer, bien escribir, bien pensar; por esa escritura de "raza", que tanto aplaudían. Era seguir el tópico académico, el detritus encorsetado de las vanguardias; aceptar el gusto imperante de la cadena de entendidos, sus mediocres criterios; o rebelarse, si uno tenía vocación de insumiso, por el camino establecido para la heterodoxia. La facilidad era, en definitiva, lo que siempre había sido: ser previsible.


Juan María de Prada, Retrato del artista intransigente, Ed. Gramma, Madrid, 1991

lunes, 16 de enero de 2012

literatura y política


Bellver no era amigo natural de Roca, del que le separaban casi dos generaciones. Tuvo noticias de él por su padre, con el que conservaba una buena amistad de los años de estudiante. Ignacio Bellver había sido compañero de pupitre del ex gobernador en Los Misericordiosos, colegio por el que había pasado gran parte de la élite de la ciudad, entre los que figuraban, como no podía ser de otro modo, no pocos dirigentes del reformismo. Cuando Roca cayó en desgracia, Pere Bellver empezó a frecuentar su compañía, casi por casualidad, en la taberna El Orco, refugio de intelectuales y políticos proscritos. Allí conoció el arte de la política y sus torticeras agucias. Aprendió a distinguir la diferencia entre declaraciones y creencias, proclamas y principios, promesas y compromisos. Por la amistad con su padre, Roca ejercería desde el primer momento de amable maestro. Con paciencia, le desveló la política como un arte de difícil equilibrio, donde la razón no era la guía, sino la excusa; y la exhibida pasión, una añagaza para embaucar voluntades.

-La política es una ópera bufa en la que los malos son los buenos, y los buenos no saben lo que son, pero apenas cuentan nada –le decía cínico-. Pero no te equivoques: la política no sólo es necesaria, sino imprescindible. En cualquier sociedad que imagines, nada ocurre sin su intervención. Así que, deberás tenerla muy en cuenta, si quieres sobrevivir.

Bellver lo escuchaba con respeto, impresionado por el conocimiento de una disciplina que él, sin embargo, estimaba deleznable, resultado de la ambición, el egoísmo y el afán de dominio. Hablaban de literatura y política, de arte y de historia, y de los correspondientes ámbitos morales. Cicerón, Plutarco o Tácito formaban parte de sus críticas lecturas. Pero mientras Roca valoraba la sabiduría que rezumaban sus textos, Bellver se impresionaba con la belleza de su estilo: la pulcritud y claridad de Cicerón, la agradable armonía de Plutarco o la sorprendente concisión de Tácito. Sólo mediante el arte, podía el ser humano elevarse sobre su inanidad, decía Bellver, y Roca le replicaba que así como la política tenía por referencia la ética colectiva, el arte no era sino expresión de la moral individual, y por tanto debía estar supeditada a la anterior.

-Todo eso que valoras en el arte está muy bien como satisfacción del placer estético –le dijo Roca tras una apasionada discusión sobre el valor de la literatura-. Pero dime, ¿sirve para algo más?
 
Bellver le respondía que él intentaba encontrar la fórmula de la armonía entre el hombre y la naturaleza, y que el arte era necesariamente el punto de unión, el único modo de superar el eterno conflicto.
 

 
Juan María de Prada, El sueño de las mariposas. RTPI:M-009839/2011